La inversión socialmente responsable supone un reto, pero también una oportunidad para devolver a la inversión colectiva su carácter transformador. En esencia, la inversión colectiva debe pensar en el colectivo, entre otros, más allá de simplificar el análisis a una cuestión de scoring. La misión fiduciaria de las gestoras no se entendería si no aplicamos criterios extrafinancieros a la hora de seleccionar inversiones.
Xavier Fàbregas, director de Caja de Ingenieros Gestión vía El Economista – Capital Privado

Si actuamos holísticamente e incorporamos riesgos derivados del cambio climático o de índole social logramos mejorar las prestaciones de nuestra cartera, por ejemplo, en términos de rentabilidad-riesgo. Además, subyace un empoderamiento al partícipe en cuanto a que se comparten objetivos, valores y la posibilidad de medir el impacto que tienen nuestras inversiones. En este sentido los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) constituyen un marco excelente para evaluar las contribuciones que, como inversores, realizamos en el entorno y que, por otra parte, no puede considerarse de forma aislada puesto que todos formamos parte de él.
La transición hacia una economía baja en carbono abre un abanico de oportunidades de inversión en muchos ámbitos y el proceso de generación de ideas alcanza un nivel disruptivo, que hoy en día es fundamental para cualquier equipo de inversión. Con esto, de nuevo regresamos a lo que debería ser un rasgo característico e ineludible en la inversión colectiva: el largo plazo, es decir, tendencias seculares de inversión que tienen una intencionalidad transformadora y sostenible. En definitiva, se trata de apostar por inversiones con el propósito de generar un impacto medioambiental y social medible junto a un retorno financiero.
Tradicionalmente los asuntos relativos al gobierno corporativo son los más llamativos, en parte por el nexo evidente entre el coste del capital y el comportamiento esperado del activo, pero hay otras cuestiones que pueden ocultar pasivos futuros para las empresas y, por consiguiente, condicionar la evolución futura de sus acciones o bonos. Por ejemplo, cuestiones reputacionales derivadas de aspectos laborales, en particular la GIG economy, ponen de manifiesto la necesidad de adaptar una política retributiva coherente por parte de algunas compañías tecnológicas.
La gestión socialmente responsable permite minimizar los riesgos potenciales de las inversiones, como los accidentes por una gestión ineficaz de instalaciones, las multas a las compañías por mal gobierno o las pérdidas que sufren por no adaptarse a las exigencias en la lucha contra el cambio climático, por mencionar algunos casos. Pero, además, la ISR reduce el coste del capital, y esto se debe a que las compañías que tienen elevadas exigencias en cuanto a su gobierno corporativo son más solventes en el largo plazo porque asumen menos riesgos. Como consecuencia, obtienen una mejor calificación crediticia y una rebaja del coste de la deuda.
La ISR en España está experimentando un fuerte crecimiento, pero lo más relevante sea quizás el hecho de cómo está madurando ese crecimiento, ya que lo hace desde la integración de factores ASG, y no solo desde la exclusión. La exclusión o negative screening, en nuestra opinión, debe ser complementaria a la integración de factores ASG, puesto que si excluimos del universo de inversión también excluimos la capacidad que tiene una empresa de innovar o de atraer talento. Otra cuestión a la que merece prestar atención es el engagement o “compromiso accionarial”, que supone establecer un diálogo con las empresas en aras de mejorar el comportamiento corporativo en materia ASG.
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